Hay momentos y momentos.
Momentos en que
la milonga se convierte en el centro de nuestra vida. Somos adictos, no podemos pasar una sola noche sin milonguear. No somos profesionales, no tenemos intención de serlo, pero la sola idea de perdernos una noche de milonga nos deprime al punto de angustiarnos y dejarnos intranquilos,
en busca del abrazo perfecto.
Como en
La Viruta, los fines de semana, a partir de las 3h30 no se paga, y dura hasta las 6, pase lo que pase por la noche (fiestas de cumpleaños, reuniones de amigos, salidas al cine...), sabemos que terminaremos la noche allí. Siempre cargamos con nuestros zapatos de tango en la cartera, y llegadas las 3 o 4 de la mañana, emprendemos el camino hacia el Templo, en la calle Armenia.
Habría que hacer un estudio sobre lo adictivo del tango, porque esto le ha sucedido a todos los que conozco que fueron picados por el bichito del tango: la imposibilidad cuasi física de no ir a la milonga. Me ha pasado de estar en la otra punta de la ciudad un sábado a la noche en invierno en casa de una amiga, que se hagan las 2 de la mañana, que esa amiga me proponga quedarme a dormir en su casa, y que yo lo conteste: "No, gracias, tengo que ir a La Viruta", como si fuera una obligación. Era capaz de esperar el colectivo durante una hora con 2 grados de sensación térmica, con tal de cruzarme la ciudad y llegar a la milonga.
Siempre andaba con mis zapatos a cuestas. Mi casa se había convertido en un hotel de paso, donde solamente dormía y desayunaba. Me levantaba a las 10, iba a trabajar a las 12 ya vestida para la noche, trabajaba hasta las 21, me pintaba en el baño de la oficina, a las 22 iba directo a la Viruta donde tomaba las clases, y luego me quedaba en la milonga hasta las 4 o las 5 o las 6 de la mañana, dependiendo del día, dormía cuatro o cinco horas, y a la mañana siguiente, lo mismo, despertarme a las 10...
No sé cómo aguanté tanto tiempo ese ritmo. Duró más o menos tres años.
Me acuerdo de hablar con un chico que ya bailaba profesionalmente, y que me preguntaba que haría a la noche siguiente. Mi respuesta fue tajante: "Voy a las clases y luego me quedo a milonguear". Me miró con ternura y me dijo: "Ah, empezaste hace poco, ¿no? Vas a ver, ya se te va a pasar, algún día, la milonga será otra cosa".
Lo miré espantado. ¿Otra cosa? ¡Jamás! La milonga era lo único firme, estable, tangible de mi vida, y lo sería para siempre, no cambiaría nunca. Juré y perjuré que no se me pasaría nunca, que mi adicción era de por vida, y aún más: que la pareja que yo tuviera tendría que ser del ambiente del tango para poder bancárselo.
No entendía a esa gente que, un día, se enamoraba, y chau milonga. Los criticaba: "Qué pollerudo/qué sumisa, ¿entonces qué? Ahora que están en pareja se olvidaron de lo que realmente les gustaba? Qué tarados/as".
Y un día... pues un día me enamoré. Me enamoré de alguien de la milonga, sí, pero no un profesional del tango. Me enamoré con una intensidad que no había sentido en lustros. Esa persona me hacía tan, pero tan feliz, que sólo tenía ganas de una cosa: estar con él. ¿La milonga? Sííí, bueeeeno, mañana vaaamos, ¿y si mejor nos quedamos haciendo cucharita abrazaditos debajo de las frazadas? Y él estaba en la misma: prefería mil veces quedarse acurrucado entre mis brazos en posición horizontal que abrazado a mí o a otras en una pista.
Viví ese amor con una intensidad casi insólita conociéndome, yo que también había jurado que no me pondría nunca en pareja, que la soltería me sentaba muy bien, que no necesitaba a nadie a mi lado, que no quería comprometerme con nadie, que nadie me sacaría del tango ni me alejaría de la milonga.
Un día, llegó ÉL, me enamoré, se enamoró, y mis convicciones, mis afirmaciones, mis declaraciones, mis certezas, se fueron a freír churros en un santiamén. Ese hombre me voló la cabeza como nadie.
Y de golpe, sin que me diera cuenta de ello, nos volvimos esas parejas que yo tanto había criticado: desaparecimos de la milonga. El tango ya no era el centro de nuestras vidas. Ahí entendimos que la adicción al tango es mucho más que eso: en realidad, lo que se busca con desesperación en la milonga es el contacto humano. Compañía. Abrazo. Calor. Porque en general la gente que empieza a bailar tango es soltera: necesita ese contacto.
Cuando nos ponemos en pareja y que recibimos de nuestro compañero o nuestra compañera ese contacto, esa compañía, ese calor, ya no necesitamos ir a buscarlo en el abrazo del tango.
La milonga se vuelve una opción de salida. Nuestra opción preferida, ciertamente, pero una opción al fin.
Pero nada es eterno. Así como la adicción a la milonga se deshizo en los limbos del amor, un día, la pareja también se puede deshacer en los limbos del desamor. Un día, la vida se vuelve a pensar en singular. Un día, dos seres enamorados recuerdan eso: que eran dos. Que no eran uno. Un día, se puede acabar el amor.
¿Qué pasa entonces? ¿Qué pasa con la milonga? ¿Qué pasa con ese lugar en el que nos conocimos, en el que dimos nuestros primeros pasos como pareja? ¿Qué pasa al escuchar esos tangos que nos han unido y que hemos escuchado juntos desde nuestra cama transformada en milonga íntima, durmiéndonos fusionados en el amor del otro?
Cada cual lo manejará como pueda. Cada cual sabrá si puede volver a ese lugar, si puede volver a escuchar esos tangos desgarradores, si tiene ganas de cruzarse con su ex pareja y hacer como si nada. Sobre todo si a uno de los dos le quedó amor, la simple idea de que eso, cruzarse con su ex, pueda suceder, es una tortura. La idea de ver a nuestro antiguo amor tener su cuerpo pegado al de otra, y ya no al nuestro, nunca más al nuestro, nunca más acurrucados, nunca más cucharita, nunca más abrazaditos debajo de las frazadas en invierno, es tan insoportable que preferimos evitar salir a milonguear.
Para algunos, en ese momento, la milonga se vuelve a transformar por tercera vez. Aquel lugar al que juramos y re-contra-juramos que nunca dejaríamos de ir por nada en el mundo, y del que luego nos alejamos con gusto para vivir lo increíble del amor, ahora nos provoca angustias y nos saca lágrimas.
¿Qué otro lugar provoca tantas sensaciones encontradas? ¿Qué otro boliche marca tan en la carne a la gente que acude a él?
La milonga es un mundo. A veces, no nos damos cuenta de hasta qué punto la milonga es nuestro mundo. Hasta qué punto es una alegoría de nuestra vida. Hasta qué punto nos va acompañando en las etapas de la vida. Y hasta qué punto, en ese mundo, se juntan la adicción, el amor y el desamor.